Por el camino recordé
que había tenido la misma pesadilla que tenía cada vez que algo iba a salir
mal; eso me asustó. Miré a mi alrededor, pero estaba sola, nadie parecía seguirme
y no se escuchaba nada más que algún coche que pasaba de vez en cuando. Decidí
ponerme los cascos; la música siempre me ayudaba a tranquilizarme. Saqué mi
móvil –un Galaxy ACE- y me puse “La chica del Tirso” de Pereza, hacía juego
con mi estado de ánimo. Miré a mi alrededor; unos bonitos edificios ocupaban la
larga calle que se extendía a mis ojos; el cielo no podía estar más oscuro, y
las estrellas no se podían ver por culpa de las farolas. De momento me entraron
ganas de verlas. No. Ganas no. Necesitaba verlas. Empecé a correr por la larga
avenida en busca de la playa, desde allí podía oler el salitre del mar, no
podía estar muy lejos. Crucé por una travesía y me dejé guiar por mis instintos
en esa ciudad que no conocía de nada; en esa ciudad para la que yo no
significaba nada. Solo estaba allí por negocios, y ni se me había ocurrido echarles
un vistazo a los sitios a los que suelen ir los turistas. Me disculpé con la
ciudad mientras corría, había sido muy mezquina últimamente. Pasaron por mi
móvil varios títulos más, y mis pasos se iban acompasando al ritmo de las
canciones. Poco a poco llegué. Enfrente de mí había una gran avenida, con el
mar de fondo. Corrí hacia la orilla. Y me desplomé sobre la arena. Me quedé
observando las estrellas y una lágrima
se desembarazó de mis ojos, recorriendo la mejilla y aposentándose en la
comisura de mis labios. No lo pude evitar y empecé a sollozar, con fuerza. Purgando
de mi alma cada pecado. Cada hombre al que había tocado por dinero, cada beso que había dado imaginando que era
otro hombre, cada felación que había hecho
reprimiendo las arcadas. Puliendo las asperezas que se habían creado en mi
corazón cada vez que me había sentido ultrajada, vendida, menospreciada, y
bueno, como lo que era; como una puta. Una puta cara.
En mi habitación tenía tumbado en la cama a un hombre: pelo
ralo, barriga cervecera, vicios caros y anillo en el dedo. Y yo, tenía que
volver. Pensé en la pistola que siempre llevaba conmigo desde aquella vez en la
que un cliente me obligó a acostarme con él mientras me amenazaba con una. Lo
recuerdo todo como si hubiese sido ayer. Aún soñaba con eso. Me obligó a
acostarme con él, me robó, me pegó, y me dejó atada a la cama. Estuve 5 horas
desnuda y atada esperando a que alguien me encontrase. No sé por qué no me
mató, lo hubiese preferido.
Últimamente la idea del suicidio me sonaba muy apetecible,
simplemente con apretar el gatillo acabaría con todo. Pero no era capaz, y a la
vez me era imposible escaparme de este mundo de la prostitución que me había
apresado. Tenía que pensar en algo, pero no sabía en qué.
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